sábado, 14 de marzo de 2015

Todos vamos a morir


Homero Quiroz
Historia, UNMSM

La Historia de la muerte en Occidente[1], del historiador francés Philippe Aries, es uno de esos libros que vampirizan nuestra atención hasta el final. No solo por el tema, al que ningún mortal le es ajeno, sino por la destreza y el ingenio con el que está escrito. Aries no solo es un gran historiador, es también un narrador de primer orden.

Desde el primer asalto, Aries fustiga a los intelectuales del siglo XX, y, por su puesto, a los historiadores, el poco interés que le dieron a la muerte. Ella corrió la misma suerte que el sexo: se convirtió en un tabú del siglo pasado. Sin embargo, el silencio se rompió estrepitosamente y aquella resonancia cautivó.

El culpable de ese viraje fue el etnólogo inglés Geofferey Gorer, que en su provocador artículo: “The Pornography of Death”, volvió la mirada de manera profunda sobre esta sensible hebra, cuidadosamente escondida, de la cultura moderna. Gorer escandalizó al demostrar que las sociedades industrializadas habían desarrollado el individualismo y la voluptuosa cultura de la felicidad, al punto de evadir todo aquello que altere ese estado “feliz”. La muerte se había vuelto horrenda, salvaje, cruel, indigna del vocabulario de los mortales, que viven como si nunca van ha morir.

Tétricamente hablando, la muerte es ineludible. Es nuestra inseparable compañera de ruta desde el día que vemos la luz. Tarde o temprano, el desenlace es inevitable. Unas veces como accidente, otras con largos periodos de advertencia. Si existe una verdad absoluta es esta: todos vamos a morir.
Ante la implacable certeza de la muerte, los individuos buscan vivir cada día como si se trataría del último. No importa el sufrimiento ajeno, solo cuenta el bien personal. En esa lógica industrial e individualista, tanto el placer como la muerte se vuelven privados y personalizados.

Los hombres y mujeres de nuestro tiempo se someten por separado ante la muerte. Solos, seguros de que nadie les observa, lloran, sufren. Como sucede con el sexo en su expresión más solitaria —Gorer la compara con la masturbación—, sufrimos y gozamos intramuros, en complicidad con la oscuridad. Sin embargo, ese sufrimiento a escondidas, solo contribuye a aumentar el trauma que provoca la pérdida de un ser querido.

El sufrimiento solitario contrasta en extremo con las corrientes migratorias a los cementerios en donde ha surgido un nuevo culto: la veneración a las tumbas. Este fenómeno nacido en los EE.UU., donde aparecen las primeras criptas para los héroes nacionales, se ha diseminado, “democratizado” y extendido. Como consecuencia, los cementerios se ven atiborrados de gentes de diversos credos, incluso por ateos y hasta de turistas mortuorios.

Siguiendo los senderos trazados por Gorer y bajo la notoria influencia de uno de los mayores historiadores de las mentalidades, el holandés Johan Huizinga—especialista en iconografía medieval tardía—, Aries busca explicar y reconstruir la actitud del hombre occidental ante la muerte.
Se  sumerge diestramente en fuentes documentales (registros notariales y testamentos); literarias (diarios, novelas, poemas, etc); arqueológicas (cementerios, museos e iglesias) y, por su puesto, iconográficas (pinturas, lápidas y símbolos). Es decir, todo tipo de fuente que sirve al historiador de la moderna historiografía, para reconstruir un hecho histórico.

Si el manejo de fuentes sorprende, el espacio temporal y geográfico de la investigación son más que abrumadores. Recorre Italia, Holanda, Alemania, Inglaterra, los EE.UU. y, claro está, Francia. Una propuesta tan ambiciosa como ésta hizo decir al historiador norteamericano Robert Darnton, que Aries era un ligero ensayista, que queda mal parado en comparación con su compatriota Michel Vovelle —especialista en la muerte y las mentalidades—, ducho en el manejo de series documentales, métodos cuantitativos e interpretaciones sociales. Sin embargo, Aries, dio a la luz un nuevo método, un método más intuitivo, que hace uso del análisis hermenéutico y psicológico. “Más subjetivo, pero más global”. En esa visión de conjunto y de larga duración, la investigación transita desde la Edad Media hasta el siglo XX.

Las principales conclusiones de este libro cambian sin retorno nuestra forma de percibir la muerte (¡Y pensar que solo sería la introducción/conclusión a El hombre ante la muerte!).
No siempre generó tanto miedo morir. En la antigüedad era un asunto doméstico. El moribundo, conciente del final de sus días, preparaba su funeral. Desde ese momento, la habitación del enfermo se convertía en un lugar público. Familiares, amigos, y desconocidos, entraban y salían de la habitación del moribundo. En medio de ese gentío, el agonizante recibe a la muerte, sin excesos dramáticos. Los familiares también admiten la muerte apaciblemente. La muerte está domesticada.
A pesar de la familiaridad con los muertos, la antigüedad separaba el mundo de los muertos del mundo de los vivos, y, las XII Tablas, prohibían enterrar in urbe. Sin embargo, hacia finales del siglo XVIII, las ciudades estaban saturadas de muertos.

Una mutación en la mentalidad había llevado a los seres humanos a convivir con los muertos. En todo el mundo cristiano-occidental, los muertos esparcían una atmósfera enrarecida y pútrida, en franca descomposición. Los médicos de la época le dieron la denominación de miasma y la creían culpable de las epidemias.

El centro de aquella podredumbre eran las Iglesias que habían hecho de la muerte un pérfido y extendido negocio denunciado por los ilustrados.  Dentro ellas, enormes catacumbas conservaban huesos y cuerpos en descomposición amontonados unos sobre otros.

Con el objetivo de la “salvación del alma”, el cuerpo era confiado a la Iglesia. Poco importaba lo que ella hiciera con él. Los restos “descansaban” cerca del púlpito, si el moribundo destinó una gran suma de dinero, o bastante lejano si apenas cubrió lo mínimo exigido para ser sepultado.

Desde inicios del siglo XVIII, bajo un discurso higienista, los ilustrados se enfrentaron a esta vieja práctica y acusaron a la Iglesia de haber hecho todo por el alma (dinero), pero nada por el cuerpo.

La intolerancia a los muertos que muestran los ilustrados, más que un asunto médico, representa una ruptura con la tradición milenaria. Es una forma de rechazo, una afrenta, una denuncia, al orden de la naturaleza, el predominio del poder de las creencias, la vida cotidiana y el orden social.

Razones para estas críticas, no solo las había contundentes sino abundantes. La muerte reproducía y aún reproduce nítidamente las diferencias sociales en vida. Una pompa fúnebre propia del mundo precapitalista acompañaba a los entierros en las lujosas iglesias de las grandes urbes. Para el pueblo se destina las fosas comunes, o simplemente zanjas. Los pobres vivían cerca de Dios, pero morirán muy lejos de él.

Solo para hacer una comparación diremos que,  en el virreinato peruano, el escenario no era menos dramático. Los cadáveres de la plebe, muchas veces, sufrían una vejación final: eran exhumados por los perros que buscaban satisfacer el hambre. “He presenciado estas imágenes ––decía el oidor de la Audiencia de Cusco, Antonio Zernadas Bermúdez–– con la mayor consternación” (MP, II, 1791: 60).
¿Cómo explicar el ingreso de los muertos a las iglesias hasta llegar al pestilente escenario del siglo XVIII? Aries encuentra la respuesta en el culto a los mártires de origen africano. Las tumbas de los mártires atrajeron más cadáveres, convencidos que los primeros les protegerían del infierno una vez que abandonen la tierra.

Tras la institucionalización de la Iglesia e impuesto el catolicismo, muchos fieles buscarán ser enterrados al lado de los santos y mártires. Fue entonces que, cual rayo de sol, brilló la ambición de los sacerdotes. Se inician los cobros escalonados y crecientes. Mas temprano que tarde el negocio de los muertos deviene en una orgía de la salvación, que alcanza su clímax hacia el siglo XIII, con el surgimiento de los primero burgueses.

Estamos en pleno otoño de la Edad Media y la iconografía rebela un cuadro terrenal aterrador. Las danzas macabras irrumpen para recordar a los seres más poderosos que todo lo que nace debe perecer. Sin embargo, estos esqueletos danzantes —tal como sostiene Aries siguiendo a Tenenti—, expresaban el amor apasionado por la vida.

El amor por las cosas materiales deviene en una batalla titánica entre Dios y el diablo que se disputan el alma del moribundo sobre un espacio muy humano: el lecho del yacente. La iconografía revela que el juicio ya no tiene lugar en el espacio interplanetario sino al pie de la cama. El juicio del Apocalipsis se ha humanizado, ha triunfado un juicio terrenal que humanizará la muerte. Más que un juicio final, es una tentación final que determinará la suerte del moribundo en la eternidad.

La muerte adquiere una carga dramática a fines de la Edad Media. Una carga emocional que liga la biografía del personaje, es decir, el carácter individual con un sentido definitivo, la conclusión de una vida. El moribundo se mira ante el espejo de la muerte y por primera vez se reconoce así mismo: se reconoce como individuo y descubre el horror de la muerte (la propia muerte). Sin embargo, aún está en el centro del ritual funerario y aún la preside como en la antigüedad.

En medio del éxtasis, muchos eran los que se desprendían de sus propiedades, dejando explicado al detalle en los testamentos el destino de sus riquezas. Gran cantidad de ellas engrosaban las arcas de las iglesias. Con esta acción final, el moribundo buscaba retribuir al cielo y remediar sus culpas. El testamento de esa época se convierte en un seguro con dos fines: “un pasaporte para el cielo”—la frase es de Jaques Le Goff— y un salvoconducto en la tierra, para el gozo de los bienes en vida. Después de todo, una acción final salvará el alma del moribundo en el último aliento y Dios ganaba la disputa al diablo. Las futuras plegarias y las misas, tras el desembolso en metálico, redimirán el alma del pecador.

En el intervalo que va del siglo XIII al Renacimiento, el horror de la muerte, concientizará al individuo de la ruptura con la tradición. La naciente vida burguesa le ofrecerá libertad, pero a cambio le hará conocer la soledad. Como diría E. Fromm —vale decir, siguiendo a Burckhardt y no ha Huizinga—, el hombre se ha convertido en dueño de su destino. Suyo es el beneficio. Suyo es el riesgo. Es libre, pero también se ha liberado de esos vínculos que le otorgaban seguridad, sentimiento y pertenencia[2].

A partir del siglo XVIII, los individuos exaltan la muerte, la dramatizan. Se sumergen en miedos desconocidos, en añoranzas y en recuerdos. Es el temor a la separación. Ello explica por qué el individuo se ocupa menos de su propia muerte y más de la muerte del otro. La creciente carrera del miedo da paso a la muerte romántica y un nuevo culto, a las tumbas y a los cementerios.

Un cambio significativo también aparece en el testamento. Se ha reducido a lo que es en la actualidad, un documento de repartición de bienes, es decir, se ha laicizado. A diferencia de Vovelle, para quien el fenómeno era consecuencia de la desacralización del mundo, Aries sostiene que la laicización de los testamentos es el resultado de la transformación de la familia. Los individuos empiezan a confiar más en la familia nuclear, un refugio en el que se apoyan tras descubrir la soledad y conocer la propia muerte.

Como el acto sexual en Sade, la muerte es una ruptura atractiva y terrible a la vez. El individuo se ve arrojado en medio de un paroxismo irracional, violento y cruel. Pero el hombre de los siglo XVIII-XIX hace alarde de sus penas en público. Da rienda suelta a sus gesticulaciones y llantos, casi disfruta de ese espectáculo. Se viste de luto y recibe el consuelo de familiares y amigos que le ayudan a liberar sus penas.

Sin embargo, el terror invade la psicología human y cambia la imagen de la muerte. Los artistas no sienten una atracción erótica por la muerte como en el periodo barroco. A pesar que los muertos sobresalen por su belleza, la conclusión de Aries es aterradora: se volvieron bellos cuando empezaron a generar miedo.

La angustia y los temores encendidos ante la muerte hacen que desde el siglo XIX en adelante, las imágenes de la muerte sean cada vez más escasas y el tabú se extienda sobre el mundo occidental en el siglo XX. El silencio sin embargo refleja la fuerza salvaje que gana la muerte al romper las cadenas de la pasividad. Ha dejado de ser doméstica, se ha convertido en esa bestia indomable y aterradora.
El sufrimiento, al volverse insoportable para la sociedad, se hace cada vez más privado. Por el bien de la sociedad, los individuos deben controlar sus penas, deben evitar las lamentaciones en público. En ese mismo grado, el moribundo se abandona a su familia. Así como antes se entregaba a la Iglesia, ahora se entrega a sus más cercanos. Ellos sabrán lo que es mejor para él.

Junto a la privación de las lamentaciones aparece la concesión privada de las sepulturas y el culto a las tumbas. Los cementerios vuelven a recuperan el significado que tuvieron en la antigüedad. Se vuelven necesarios y elocuentes. Es un espacio moral en el que el nacionalismo y el positivismo del siglo XIX, rendirán culto a los héroes. Es decir, el carácter exaltado a los muertos no es propio de los cristianos sino una herencia del positivismo.

Si el cementerio recobró el carácter que tenía en la antigüedad, la figura del moribundo en cambio, es reducida a la nada. Por el bien del paciente, de la familia y para no afectar la felicidad de la sociedad, los sentimientos se esconden. La muerte es vedada porque una pena demasiado visible ya no inspira piedad, sino repugnancia. El duelo es solitario, tan solitario como muere el enfermo, en la cama de un hospital en donde los médicos, en complicidad con los familiares, determinan su deceso. La responsabilidad final es abandonada al médico y su equipo, porque ellos son ahora los dueños de la muerte.  

Tanto más se ha liberado la sociedad de las constricciones victorianas en relación al sexo, más ha profundizado el tabú de la muerte. El fin es la felicidad y es un acto moral contribuir a ella. La salida es una evasión, el ocultamiento del sufrimiento y el triunfo del individualismo. Pobres y ricos deben contribuir a esta felicidad colectiva simulando estar felices siempre. Después de todo, la felicidad, en las sociedades clasistas, es siempre la expresión de un acto subjetivo.

Contrariamente a lo que podemos pensar, Aries demuestra que, en los EE.UU., en donde se inició esta práctica individualista, está en retroceso. Su imperio está en el orbe europeo.

¿Cuánto ha penetrado esta postura individualista en el mundo rural?, es un tema aún debatible. Me atrevo a decir que en espacios lejanos como los pueblos rurales del Perú, nunca tuvo la fuerza ni la trasformación que ha vivido el mundo urbano-occidental. Sobre todo en aquellos donde la Iglesia católica no ha ejercido dominio directo. Allí, donde tampoco hay hospitales, muchos siguen muriendo apaciblemente, como los personajes de Tolstoi, como los mujiks, como Roland, Tristán o don Quijote: conscientes de su final.

De no ser así, pronto lo sabremos, porque, cuarenta años después de su muerte, Aries no solo comparte el selecto panteón de los historiadores de la muerte —junto a Huizinga, Tenenti, Chaunu y Vovelle (aún vivo)—, sigue cautivando a los historiadores en diversos rincones del mundo[3].






[1] ARIÈS Philippe (2011). Historia de la muerte en occidente. De la Edad Media hasta nuestros días, Barcelona: El Acantilado. La primera edición francesa apareció en 1975. El libro adjunta cuatro ponencias que Aries dio en la Johns Hopkins University y una serie de artículos escritos entre (1966-1975). Aries tenía en mente un libro que nunca acababa; sin embargo, sus principales postulados habían generado seguidores tanto en Europa como en EE.UU. La urgencia de los debates sobre sus descubrimientos exigen que dé forma de libro a lo que en ese momento eran las conclusiones del futuro libro El hombre ante la muerte que aparecerá tan solo dos años después (1977).
[2] FROMM, Erich (2000). El miedo a la libertad, Barcelona: Paidós, pp. 76-77.
[3] Puede verse un reciente artículo titulado “Morir en la Lima” [del siglo XVIII] de Luis Rodríguez Toledo (http://hahr-online.com/morir-en-lima/), que se une a un grupo de investigaciones que florecieron en los años noventa del siglo pasado, cautivados por Aries, Vovelle y por las descripciones de los entierros en las iglesias limeñas que hizo Rossi y Rubí en las páginas del Mercurio Peruano. Tiempo después, el tema ha sido renovado y extendido geográficamente a los andes por Gabriela Ramos (Muerte y conversión en los Andes, Lima y Cuzco, 1532-1670, Lima: IFEA-IEP, 2010). Y sigue cautivando.

No hay comentarios: