lunes, 21 de febrero de 2011

Por la laguna de las sombras

EL MUNDO DE CAMILA

Camila subió las escaleras y ante ella un mundo extraño, distinto a lo que imaginaba, a lo que alguna vez había creído; tocó la puerta color marrón, del segundo piso, del pasadizo derecho. Nerviosa, sentía sus húmedas, estaba confundida, escuchaba latir su corazón violentamente y empezó a temblar; no podía regresar, «no puedo irme, se lo prometí», se decía, volvió a tocar, por segunda vez, la misma puerta, esta vez más fuerte. Detenida, erguida frente a la puerta esperó unos segundos; escuchó pasos ligeros y el sonido de la bisagra, el chillido de la abertura la aturdió por instantes; cogió fuertemente su cartera, trató de disimular una risa, abrió su boca lentamente, hizo un gesto de sorpresa, y allí estaba él, Alberto.

Esperaba impaciente su llegada, echado sobre su cama, luego se levantaba, revisaba su habitación, no encontraba fallas en su ornamento, esperaba, nuevamente se acostaba y jugaba con sus dedos, «debió estar aquí hace rato», pensaba, y su corazón palpitaba furioso, no se agotaba de pensar ni de imaginar; escuchó que tocaban la puerta, se apresuró a ponerse de pie, se acomodó la camisa de cuadros, colocó la cajita sobre la mesita de noche, encendió la radio abrió la puerta.

Caminó dos pasos, miró con desconfianza, soltó la cartera sobre el sofá y se volvió a mirar a Alberto, le hizo un gesto de aprobación, lo cogió de la mano y caminaron al dormitorio. Alberto la cogió por la cintura y empezó a besarla; ella se sumergió en los placeres de los labios, en el roce las manos y en el calor de su piel. Alberto la contenía entre sus brazos, la aplastaba contra su pecho; empezó hablarle, le decía que la amaba, que sólo pensaba en ella y que espera este momento; le quitó la blusa, desabotonó su pantalón y la cargó, la recostó suavemente sobre la cama, se echo sobre ella, la miraba, la escuchaba gemir, besaba sus hombros, su cuello, la oreja; tocaba sus senos, lamía sus pechos, su estómago; la levantaba, le pellizcaba; sentía calor, tenía sed, y volvía a besarla a tocarla.

Había terminado de pintarse la boca, se miró al espejo: sus ojos grandes, la cara rosada de tanto maquillaje, los labios rojos y gruesos, así era ella, coqueta, apasionante, alegre y divertida, pero hoy era distinto, tenía miedo. Las muñecas estaban sobre su ropero, eran grandes, y los peluches sobre su cama, una carta sobre su repisa, los vestidos, pantalones y blusas sobre su cama, cada uno con su par, porque así era ella. Miró el reloj, «ya es tarde», dijo sorprendida, y se apresuró a ponerse las botas, estuvo pensativa, «mejor lo tacos», pensó, tiró las botas y se puso los tacos. Fue al baño, se miró al espejo, movió los hombros y sonreía, «ya está, me voy».

Nunca la había echo antes, sólo repetía lo que sus amigos le contaban, trataba de mostrarse maduro, experimentado; la había engañado diciéndole que hace años había sido su primera vez, pero que con ella sería distinto, algo especial. Juraba que siempre se había cuidado. Su corazón bombeaba como queriendo explotar y cuando se detuvo a separarse, se vio amarrado en un cuerpo desnudo, erizado y suave, ardiente y fresco, a la vez; Camila estaba con los ojos cerrados, jadeaba.

Sus amigas ya lo habían hecho: «uf, lo hacemos todos los sábados, en su casa», de decía una; «nosotros lo hacemos en momentos especiales y acompañados de un vino», le decía otra. Algún día lo iba a proponer y ella, «sí, por supuesto que sí», «¿en tu casa?», «muy bien, no hay problema», «¿el domingo?», «sí, sí puedo», «¿a las 6?», «claro, estoy libre, no te preocupes». No podía dormir, imaginaba, «¿dolerá?», pensaba, «¿sangraré?», «¿por qué estoy nerviosa?» Las manitos sobre sus senos, recordó, hace un mes que los tocó y lo sobaba, pero no sentía nada; aunque era extraño, él sería el primero.

Hacían ruido, sonaba los golpes de las tablas, cerraba los ojos, le dolía, ya no quería, tenía miedo, sentía que algo bajaba; él se agitaba, ya no decía nada, pero tenía la boca semiabierta, sentía que abajo estaba húmedo, lo sentía, ambos lo sentían; pero ella, «ya no», «cálmate, ya no quiero», «me duele», «me lastimas, por favor quítate», sollozaba, algunas lágrimas se dibujaban sobre su rostro, desvió la mirada, le ardía allí abajo. «Aún no», susurraba, «espera, todavía falta», «quédate quieta», «¿qué te pasa?», «¿por qué lloras?», «oye, no llores», «ya, ya acabó», «sí, vamos cálmate», «¡carajo para esto vienes!».

El silencio opacó los placeres, no la miraba, ni él a ella, se sentó al filo de la cama, estuvo limpiándose; Camila, echada, tapada, su respiración la torturaba, la ahogaba, miró la luna se por aquella ventana escondida entre las cortinas; agitó su aliento y derramó lágrimas sobre su mundo...

Luis Paliza Sanchez

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